Por aquellos tiempos era un estudiante de cultura islámica en una universidad de la anatólica ciudad de Konya. Los turcos de estas zonas asiáticas viven en una profunda nostalgia por los tiempos otomanos, cuando las fronteras del imperio triplicaban a la Turquía actual. Ese romántico sueño de retorno a las tradiciones del período Osmanli, les lleva a conservar una cultura basada en los buenos modales de la tradición islámica y la milenaria hospitalidad de los nómadas selyúcidas.

Para la gente de Konya existen personas consideradas superiores a las que se les profesa un gran respeto, según la tradición islámica los viajeros son dignos de un trato esmerado y aquellos que van en busca del conocimiento se tienen como portadores de bendiciones, así que si llegas allí proveniente de distantes riveras y además te dedicas a estudiar, sumas en un solo cuerpo toda la dignidad que te eleva ante los ojos de este pueblo.
En mis horas libres me dedicaba a lo mismo que los lugareños, largas horas con los amigos, a los que poco comprendía, pero con decir evet (sí) a todo lo que dijeran ya era suficiente. Allí aprendí que el lenguaje de la amistad es universal y que se puede hacer hermanos en todas partes aunque no entiendas ni una palabra de lo que dicen.
En una de esas tardes de hablar por señas y beber mucho té, apareció un señor desconocido para mí. Habló con uno de mis amigos de algo que me trataron de explicar, ahora entiendo que no con mucho éxito. Entre las palabras que podía identificar estaban: Ev (casa), Es (esh/esposa), Biz beraber ( nosotros juntos), a duras penas llegué a la conclusión que este hombre misterioso quería que yo fuera junto a mi esposa a su casa.
La cara de mis compadres no daba señales de peligro alguno, así que pensé que no habría complicaciones. Llamé a mi esposa, le dije que se preparara, que iba a buscarla para ir a casa de alguien. Ella preguntaba un montón de vainas de las que no estaba claro. -A dónde vamos. Quién es ese hombre…que quiere…de donde salió. Y yo solo podía responder con una antigua frase árabe: “El que pregunta sabe más que el preguntado”.
Fuimos a la casa, recogimos a mi esposa y partimos con el desconocido a “su casa”. No debía estar muy lejos, los 15 minutos primeros del viaje no levantaron sospechas. Malo que bueno estábamos por zonas conocidas de la ciudad. Una hora más tarde ya estábamos planificando por donde le íbamos a pegar al hombre y cómo tomaríamos el control del auto. Aquello se había extendido por una carretera interminable rodeada de campos de trigo.
El señor hablaba, se reía, daba gracias aumentando nuestra confusión y desespero. Señalaba a lo lejos una casa cerca de una laguna. Dudábamos que fuera su casa, aquello ya tenía pinta de película americana de terror. No podría narrar cuantas cosas me pasaron por la cabeza.

Sabores Inolvidables del Viaje a Konya y la Trucha Asada
Llegamos al lugar, una quinta paradisíaca, perdida en Anatolia, un restaurante, que para lo lejos que se encontraba, estaba sorprendentemente lleno. Como del carajo son las cosas, el jefe de servicio era un parcero colombiano, que daba gritos en turco, entraba y salía pidiendo órdenes y leña para los hornos.
Los latinos parecemos de un solo país cuando nos encontramos en lugares recónditos del planeta. Aquel cartagenero vio los cielos abiertos cuando nuestro “secuestrador” le llamó para presentarnos…nosotros pudimos respirar profundo cuando él nos hizo la traducción de nuestra tragicomedia.
El Chef colombiano nos fue diciendo palabra por palabra el motivo de aquel viaje. El señor Abduláh Koc quería ofrecer una comida a unos viajeros porque se cumplía un aniversario de la muerte de su padre. Para él esta era una manera de seguir llenándolo de bendiciones, aunque ya no se encontrara entre nosotros. Así que decidió llevarnos al lugar que más le gustaba a su padre. Allí sentimos cargo de conciencia por todas las barbaridades que teníamos pensado hacerle al Sr. Abduláh.
Antonio, el Chef, nos recomendó como entrante mantar peyniri, champiñones con queso en plato de barro engrasado con mantequilla. Este plato viene con todo el olor de la leña impregnado que le da ese toque rústico. Los turcos aman los hornos tradicionales (Firin), hasta los panes en los centros comerciales se hacen con leña.
Devoramos los champiñones en lo que llegaba el plato estrella, “firinda alabalik”, trucha asada, pescada una horas antes en la laguna de enfrente. Antes de meterlas al horno Antonio nos hizo pasar, en ese momento tomó mantequilla clarificada que ya tenía derretida, y untó en toda la trucha, puso pimienta negra, sal y nada más.
Es una receta muy sencilla que brilla gracias a la frescura de los ingredientes. El alabalik (trucha) se pone en un platico de barro con forma de pez, un detalle ornamental y va a esos hornos de leña, envidia de cualquier amante de lo gourmet y lo tradicional. No habían pasado 10 minutos y ya estaba la trucha perfectamente cocida en su punto, por la rapidez el horno debía estar a 350 o 400 grados centígrados. Venía con limones amarillos para agregar acidez y la infaltable ensalada de perejil.
Contentos por la velada y pasado el susto del primer rato, continuamos la tarde en una larga charla con muchas rondas de té. Nuestro traductor esta vez era infalible y pudimos conocer mucho mejor al Sr. Abduláh, que desde aquel momento pasó a ser, hasta hoy, parte de los amigos de mi familia. Salimos de allí, de vuelta a la civilización, pero cometimos un grave error…no tomamos el contacto de Antonio y nunca más supimos de él.
Han pasado los años de aquella experiencia y aun no olvidamos el sofoco y el grato momento que compartimos en algún lugar de Anatolia cuyo nombre no podemos recordar. Lo bueno de Konya es que los amigos no te olvidan a pesar de los años. Quedamos en deuda para regresar alguna vez y secuestrar al Sr. Abduláh para otra tarde de sabores inolvidables.