Esa histórica relación de base económica, permite a la vez deducir acerca de tempranas influencias culinarias en el Caribe, que se enriquecieron con el transcurso de los siglos.
El congrí, plato que compartimos con varias islas caribeñas, es un emblema de la cocina cubana al menos ya desde el siglo XIX. Su nombre proviene precisamente de Haití. Allí se le dice “kongo” a los frijoles colorados y al arroz, “ri”, de cuya unión semántica surge la palabra congrí.
Tras la revolución haitiana, muchos hacendados de origen francés escaparon a Cuba con sus esclavos, sobre todo a la parte oriental del país, trayendo consigo gustos y costumbres culinarias.
Tal influencia se acentuó en la primera mitad del siglo XX, cuando arribaron a Cuba grandes cantidades de haitianos—y en menor medida jamaiquinos y de otras islas —, que llegaban al país en busca de oportunidades de trabajo en las plantaciones de caña de azúcar.
Hoy sobreviven entre los cubano-haitianos ciertas comidas como el domplin, el bon-bo, las tablet y el calalú, conocido por algunos como guiso de quimbombó y elaborado con productos de mar y tierra.
Del Caribe francófono también proviene el Pan-patato, que tan útil fuera a los soldados independentistas cubanos (mambises). Se trata de una adaptación de pain-patate, pan de boniato en el francés de las Antillas.
El héroe nacional cubano, José Martí, recogió la receta en sus apuntes sobre comidas mambisas de la guerra de 1868: “Pan-patato: rallaban el boniato crudo, lo mezclaban con calabaza, o yuca, u otra vianda, o coco rallado ― y luego le echaban miel de abejas, o azúcar, y manteca. Lo cocinaban en cacerolas de manteca rodeados de calor —. Servía para cuatro o seis días. Así aprovechaban el boniato malo.”